domingo, 17 de septiembre de 2017

KAPUT II

Mírate al espejo. No quieres mirarte, pero tienes que hacerlo, a no ser que te dejes la

barba y el bigote y no tengas que afeitarte. Vamos, mírate. ¿Qué ves? Lo que ves

todos los días y que no te gusta ver: te has vuelto feo, ya no tienes aquel atractivo

que tenías hace veinte años, cuando todavía podías aspirar a la conquista de

alguna jovencita. Ya no. Te has vuelto feo, y esa verdad es el primer golpe que

recibes cada amanecer, cuando te levantas y te miras al espejo. Pero además,

estás viejo, otra evidencia a la que no quisieras tener que rendirte. Feo y viejo. Y

medio calvo. Y cada día descubres en el maldito espejo alguna nueva arruga que

lastra más tu rostro. ¡Ah! Y hasta la salud, que siempre ha sido tu baluarte, se te está

deteriorando, aunque por el momento no es nada preocupante, quizás dentro de

algunos años, cuando se convierta en una limitante más en tu camino hacia la

nada. Porque tú, como cualquier mortal, caminas hacia la nada y diariamente,

cuando abres los ojos en tu cama, te repites en voz alta: "un día más... un día

menos", en esa especie de ripios filosóficos que no te sirven para consolarte... Tus

achaques comenzaron cuando descubriste que se te caían las cosas con mucha

más frecuencia que diez años atrás: rompías vasos, tropezabas con las puertas,

enredabas tus pies en el cable de los auriculares del televisor: Juan Torpín. ¿Y el

chorrito? ¡Ah! ¡El chorrito! Eso ya pasó de la molestia a la humillación, a la

autohumillación, ya que nadie te ve cuando orinas. Pero tú mismo te avergüenzas

de que ahora el chorrito (ya no es un chorro) de orines se gobierne a sí mismo, y

caiga a la izquierda, a la derecha, fuera de la taza, y cuando crees que has

terminado de vaciar la vejiga te das cuenta de que continúan saliendo unas

goticas que no sabes cómo atajar a tiempo para que no dejen huellas en los

calzoncillos, o peor aún, en los pantalones, si ya estás vestido. Cuando esto te

sucede, sólo atinas a exclamar, con dolor y con rabia: "no soy más que un pobre

hombre", porque no puedes hacer nada para remediarlo. Tu padre te lo dijo

cuando eras un niño: "hijo, lucha por superarte, por ser alguien, huye de la pobreza,

porque un hombre pobre de pobre hombre nunca pasa". Recuerdas esas palabras

con exactitud, porque aparte de todo lo demás eres pobre, no tienes ni para

invitar a una mujer a tomar un café. ¡Ah! ¡Qué panorama el tuyo! Sin atractivo

físico, sin la juventud perdida para siempre, sin aquel pelo negro que tanto le

gustaba acariciar a tu madre, sin amor, sin familia, sin hogar, sin trabajo, sin dinero,

y lo peor de tantos sines, sin perspectivas de mejora en tu incierto futuro,

marioneteándote en el centro de este vendaval de gestiones baladíes, intentos

infructuosos, esfuerzos agotadores que sólo te han facilitado acceder a un subsidio

miserable que te salva de caer en la mendicidad. ¿Te lo imaginas? ¡Tú, mendigo! A

tus años. Y con tu inteligencia, tu cultura, tu talento, con esa gran capacidad de

trabajo y de organización que demostraste desde que comenzaste a trabajar. ¿De

qué te ha servido todo eso? ¡Ah!... Anda, sigue mirándote. Pero no rompas el espejo

de un puñetazo, él no tiene la culpa y además podrías herirte y tienes que evitar

cualquier nueva calamidad. Serénate. Pero sigue pensando, sí, que a veces a ti te

complace atormentarte con tu situación y tus problemas: ¿cuánto hace que no te

acuestas con una mujer? Incluso, ¿cuánto hace que no besas los labios de una

mujer? Y cuando lo sueñas, te despiertas y comprendes que ese cuerpo de mujer

que tanto necesitas sentir entre tus brazos se ha escapado de tu imaginación, te

sientas en la cama a pensar que el tiempo sigue transcurriendo y que ya dentro de

poco no podrás siquiera pensar en disfrutar de ese placer postergado quizas ya

definitivamente. ¿La viagra? Cómo no. Si no tienes ni para entrar en el IMAX, ¿cómo

carajos podrías adquirirla cuando la necesitaras? Deja de soñar, hijo, o mejor, viejo,

acuérdate de tu colega Calderón, que hace poco dieron una conferencia sobre su

teatro. Sí, ya. Ya ni siquiera te mandan esas invitaciones para acudir como público a

los actos culturales. Se cansaron de invitarte, como tú nunca asistías. Al principio sí, a

la Casa de América, al Círculo de Bellas Artes, a la FNAC, pero te paraste en seco y

te dijiste: ¿por qué cojones no me invitan a dar un recital? y se acabó. "Para llenar

espacio, para eso sí, pues al carajo". Relacionas esas invitaciones con los soldados

que los jefes envían como carne de cañón mientras ellos viven inmersos entre los

placeres humanos y divinos. Pero haces bien en no asistir a esos actos donde otros

que han triunfado roban cámara y público: ¿para envidiarlos y amargarte la vida

preguntándote por qué ellos sí y tú no? No, no, no. Haces muy bien en no ir. Es que

tú te mandas un oficio que le traquetea la picha: publicar en España para gente

como tú es un círculo vicioso que rota y rota sin cesar: para darte a conocer tienes

que publicar, pero para publicar tienes que ser un conocido. ¡Manda huevos! Mejor

hubieras pasado como fontanero, a lo mejor alguna vieja aburrida adinerada te

contrataba para que le arreglaras las tuberías de su casa vieja que desde que su

marido liquidó está sin agua... Y de diversiones, distracciones, esparcimientos, ¡ni

hablar! El único esparcimiento que todavía te queda porque puedes disfrutarlo

gratis es la lectura. Pues a seguir leyendo. Esa costumbre (¿manía, vicio, escape?)

no la has perdido ni en los peores momentos de tu vida. Y ahora estás en el peor,

precisamente, aunque sigues leyendo. Quizás buscas en los libros lo que no puedes

encontrar en ninguna otra cosa. Pero ya deja de mirarte y de compadecerte.

Cuídate mucho de parecer un aguafiestas o un rompegrupos en los lugares donde

tienes que acudir, recuerda que un agripino siempre cae mal y nadie se va a

compadecer de ti, nadie te va a echar una mano si te ven amargucho, porque

la tragedia no le mola a nadie. En persona, porque por la tele parece que la gozan.

Es inútil, viejo, aunque la realidad te pese como si tuvieras una piedra de molino

colgada en el cuello. ¡Ay, mi amigo! ¡Estás frito! Siete años en este país y mameyes.

Este país te ignora, ni siquiera sabe que existes y que estás metido en él hasta los

tuétanos. Y ya es demasiado tarde para emprender nuevos derroteros: estás

cansado y a tu edad (volver a) comenzar es un sueño de viejo imbécil. ¡Siete

largos años! Quizás escogiste el país equivocado. Aquí tu inteligencia, tu cultura,

tu talento, no interesan a nadie. Por eso te revientas, porque cualquier idiota,

cualquier guarro, cualquier piojoso y grosero que sólo provoca risas en otros

idiotas que asisten a esos programas que pasan por la tele, puede conseguir en

un día lo que tú no has conseguido en siete años, ni en toda tu vida, y mucho,

muchísimo más: no sólo fama, sino también fortuna y a veces hasta gloria. ¡Ay!

¡Bendito país! Pero vives aquí y aquí vas a morirte irremediablemente, dentro de

diez años o tal vez mañana mismo, eso nadie lo sabe, porque antes era en el

llamado País Vasco y los fines de semana, pero ahora puede ser en toda España

a cualquier hora y cualquier día: vas caminando por la Gran Vía y ¡PUM!, un

coche bomba te manda para el otro barrio sin previo aviso. Y lo peor, vas a

morirte como estás ahora: feo, viejo, calvo, pobre, solo, desconocido, ignorado,

y quizás hasta rechazado por esta sociedad, porque ¿qué proyección social tú

tienes? ¡Ninguna! Esta sociedad no te ha dado la más mínima oportunidad de

destacarte, de servirla como bien pudieras. Esa es la verdad apabullante que te

martiriza diariamente cuando a pesar de no querer hacerlo, piensas y meditas

en tu situación y en tu futuro. ¡Ja! Es grotesco, ¿eh? Un hombre de tu edad

martirizándose por el futuro, como si el futuro existiera para ti, como si para ti

existiera alguna remota esperanza. Hay que reírse, majete. Te tocó joderte en

esta vida: cuarenta y cinco años perdidos bajo dos dictaduras que al final te

empujaron a este exilio tormentoso y hostil, y siete años aquí, buscando la

puerta de salvación que por lo menos al final de tu vida te trajera un poco

de alegría. Porque te la mereces, coño, bastante que has sufrido, bastante que

te han jodido los todopoderosos soberbios y déspotas que arruinaron tu país. Pero

¡ay!, lo que no sucede en siete años no va a suceder en catorce. Siete largos años

de malvivir con limosnas estatales entre múltiples penurias que quienes te ven en la

calle con los dientes al aire no pueden imaginarse, careciendo hasta de cosas tan

elementales que cualquier hijo de vecino tiene con sólo acercarse a una tienda.

¡Ah! Pero estás cansado, sí. A falta de oídos receptivos ajenos te lo repites siempre:

"estoy cansado, coño, muy cansado de andar y desandar, caminando, subiendo

y bajando escaleras, solicitando citas, llenando formularios, entrevistándome con

utópicos empleadores, no ya de mi especialidad, ¡ni soñarlo!, no, si yo lo único que

quiero es un trabajo, así sea de portero de finca". Pero ni eso aparece, a pesar de

que este país te concedió el asilo que tenía implícito encargarse de integrarte en

esta sociedad. Y ¡ja!, ñiringas, hijo, si te he dado el asilo no me acuerdo. Suerte y al

toro. Entonces, al regresar a tu cuarto alquilado en un apartamento sin salón donde

compartes el reducido espacio con un par de tipos que tú no escogiste y que no

tienen nada, absolutamente nada en común contigo, te tiras en el camastro que

se hunde hasta casi tocar el suelo, miras al techo y te pones a pensar una vez más

qué será de tu vida dentro de muy poco tiempo: vivir en sociedad, en la vejez, y

quién sabe si con alguna enfermedad que te impida valerte por ti mismo y eso sí

sería la mundial, porque pueden ingresarte, por compasión, en una de esas casas

de ancianos minusválidos desamparados, enfermos o chenenes, donde sólo se ven

caras agrias y arrugadas, y donde sólo se oyen quejidos, lamentos, llantos, gritos,

para al final morir ignorado y humillado mientras "el mundo sigue andando" con

tus ojos cerrados para siempre. ¡Sí señor! "¿Por qué he fracasado tan injustamente

en este país?", te preguntas, y rememoras a aquellos que te ayudaron a decidirte,

que no tienen la culpa de nada, pero que bien podrían echarte una mano, ahora

que es cuando más la necesitas. ¿No será que quienes podrían ayudarte a salir de

este marasmo no se acuerdan de ti, o peor aún, que tú no les importas? Acuérdate

de que en esta sociedad tan libre, tan democrática, tan respetuosa de los derechos

humanos, nadie recibe, nadie contesta, nadie ayuda, y menos al que no tiene

como tú ni dónde caerse muerto. Bueno, no tanto, puedes caerte muerto en ese

cuartucho que estás obligado a habitar, ya que no puedes permitirte algo decente

para al menos continuar sobreviviendo con tranquilidad, sin que el casero entre y

salga de tu cuarto cuando le salga de los cojones, con el pretexto de que limpia,

arregla, cambia sábanas y fundas, metiendo las narices en tus cosas, y tú

maldiciendo tu total falta de privacidad, de intimidad... "esperando el carrito", como

te decía don Francisco Santa Cruz-Pacheco Riverí, tu vecino, allá en tu tierra natal,

cuando soñabas con hacer realidad este sueño inocente de la idealización que

habías hecho de esta sociedad. Pero mejor no te acuerdes de tu tierra, viejo, que

también te acordarás de tus hijos, a los que no has podido enviarles ni un dólar

como cualquier exiliado acostumbra a enviar y eso te pondrá de mala leche, con

un humor de perro viejo famélico y mugriento. ¡No! Mejor no te acuerdes. Recordar

no es muy edificante que digamos, y menos cuando todo lo que puede recordarse

es negativo. Así que pasa. Y mejor ríete, mejor búrlate de tu propia desgracia.

Anda, vístete, coge calle, camina, distráete, mira las tiendas, los edificios, la gente,

suda un poco, que eso es beneficioso para expeler las toxinas, y ve a comer con

los babosos. Total, si no levantas la vista del plato mientras comes ni cuenta te darás

de esas otras desgracias, algunas mayores que las tuyas, que "amenizan" tus diarios

almuerzos, y gracias a las monjitas, consagradas a servir sin aspirar a nada, ejemplos

de solidaridad, de humanismo, que deberían imitar los políticos, que según tú

ninguno sería capaz de sacrificio semejante. Pues eso. Deja ya ese libraco que

cuenta la vida fatal de grandes escritores que se suicidaron. ¿A qué viene esa

lectura? Porque tú no te vas a suicidar, ¿verdad que no? ¡No! Claro que no. Los

cubanos no se suicidan, muchacho, por muy jodidos que estén se aferran a esta tan

puñetera vida que tanto los maltrata. Siempre esperan que algo ocurra, que el

milagro se produzca, que la varita mágica los toque con su halo divino. Y tú, que

todavía eres un ser cubano, aunque te empeñes en negarlo, sigues confiando en

eso: en ese golpe de la suerte que un día tocará tu puerta. Vamos, hombre, no

pierdas el sentido del humor que siempre destacó tu personalidad. "Al mal tiempo

buena cara". Y a confiar, a esperar el milagro, aunque te repitas, cuando el

pesimismo, que alguien dijo que era un optimismo muy bien informado, arremete:

"pero coño, que aparezca pronto el toque mágico, no vaya a ser cosa que cuando

llegue, el milagro sea póstumo"...



Augusto Lázaro


@lazarocasas38

(publicado en el libro HOMBRES, MATERIAL SENSIBLE, de Joana Bonet, editado por Random House Mondadori, S. A. en mayo de 2003, en España)