domingo, 13 de marzo de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 61

Cuando saludé a Charito me enteré por ella de que los médicos habían descartado

a Mayra, lo que no me sorprendió, pues hacía tiempo esperaba lo peor. Encontré a

Marina acostada en su cama. Me miró y siguió hablándole al espacio, como si no

me hubiera visto. Yo no sé para qué vive uno en este mundo de mierda, si lo único

que hace es sufrir. Se volvió a la pared y siguió su perorata. Salí al portal y me puse a

conversar con Charito. Yo me enteré por una de las acabandas del parque que

vino a ver a mi mamá no sé para qué carajo. Volví a mi casa pensando que mi

destino era ese: cada vez que me sentía más o menos bien por cualquier cosa, se

encargaba de echarme a perder la limosna de dicha que me había tocado. Yo me

sentía bien en esos días con Basilio, aunque el asma era cada vez más implacable.

Pero el amor hace que una se olvide de todas sus dolencias y cuando estaba con

él disimulaba para no disgustarlo y para no complicar nuestros encuentros que a

veces terminaban en una discusión, siempre por su situación matrimonial. Como si

me hubieran echado alguna maldición. Basilio me llevó al hospital a averiguar

algo de Mayra. Charito me había dicho que ella estaba allí otra vez y cuando

llamamos la telefonista no supo decirnos, mierda de servicio. Tras mucha

insistencia de Basilio, uno de los médicos que atendía a Mayra nos dijo que habían

hecho todo lo posible, pero miren, cuando esa muchacha llegó aquí la primera vez

ya estaba condenada, todo lo tenía arruinado por dentro por exceso de alcohol y

quizás de otras sustancias toxicómanas, no seguía ningún tratamiento ni nada, no

me explico cómo esa muchacha se abandonó de esa manera, tan joven y tan

bonita. En esos días yo no abría la boca, ni en la oficina ni en la escuela, a pesar

de que muchos me preguntaban, pero yo nada, monosílabos y a viaje. Hasta con

Nancy, que pensó que era por el asma que me tenía al trote, pero yo no quería

atosigarla contándole las mismas desgracias, para qué hablarles de Mayra si no la

conocían ni les importaba un cuerno. Y así corría el almanaque indetenible... La

agonía de Mayra fue espantosa. Una enfermera que se hizo amiga de nosotros nos

contó todo el proceso, lo más terrible para mí era cuando ella se ponía a dar

gritos y rompía la almohada y tiraba las cosas y hasta me clavaba las uñas y yo,

figúrense, sin poder hacer nada, porque ya ningún calmante le hacía efecto. Mayra

murió allí en el hospital sin tener junto a ella a ningún ser querido que por lo menos

le pasara las manos por la cabeza para consolarla un poco. Basilio se portó muy

bien, nos puso su automóvil a disposición para todas las gestiones que tuvimos

que hacer yo y Charito, que nos encargamos de los támites del funeral y del entierro

y se quedó con nosotras en la funeraria pública, haciendo grupo, porque aparte de

mí y de Charito, en la salita donde habían tendido lo que quedó de Mayra sólo

había tres o cuatro muchachas del parque que no sé ni cómo se enteraron, y dos

hombres que yo nunca había visto, que ni segura estoy de que estuvieran allí por

Mayra. Hizo todo lo posible por calmarnos, sobre todo a mí, que estaba nerviosa y

descontrolada de los nervios, hasta que llevamos los restos de Mayra al cementerio

y la dejamos allí descansando para siempre. Había sido mi primer ser querido que

moría, mi primera experiencia en los trajines del velorio y del entierro, y ya no daba

más. Nunca miré a Basilio con más amor y admiración que en esos días tristes y

terribles. Se acabó Mayra, tenía que rendirme a esa evidencia de cómo la muerte

se había llevado a una muchacha, casi una niña, en todo el esplendor de su

juventud. Ya no me reiría de sus chistes, ya no podría andar con ella por las calles

de Santiago ni ir al parque a reírnos de las acabandas. Nada. Qué odio le cogí a

los hospitales, a los médicos, a la gente, al mundo, a Dios. Nunca supe nada de

sus padres, de sus familiares, si los tuvo alguna vez, no hubo manera de encontrar

esa casa en San Luis o en el monte de que me había hablado Miguelito. A mí me

afectó más que a nadie, porque Mayra fue la primera verdadera amiga que tuve

en mis días más difíciles, y a pesar de no tener ni dos metros cuadrados donde

echarse a dormir, compartió conmigo lo que no se puede pagar con ningún capital

y gracias a ella pude sobrellevar mi desesperada situación de aquellos meses tras la

salida de mis padres. Yo me veía sola, como ella, también agonizando, sin nadie a

mi lado consolándome, y otra vez caí en una crisis depresiva, peor que las anteriores

de la que casi no he podido escaparme del todo todavía. Lloré mucho, muchísimo,

hasta que se me hincharon los ojos, en mi casa enclaustrada, sin ir al trabajo ni a la

escuela durante varios días. Cuando regresamos del cementerio, Basilio se quedó

conmigo un par de horas y después de prometerme que regresaría esa noche, se

marchó. Me tiré en la cama después de tomarme una taza grande de café y

encender un cigarro, y me puse a pensar. Y otra vez las paredes y el techo se me

venían encima, la luz se iba apagando, todo se quedaba en penumbras... buscaba

los cuadros, los afiches que había colgado en las paredes, los adornos de artesanía

que Miguelito me había conseguido, pero todo había desaparecido. Ahora las

paredes eran negras, yo no veía nada, mi casa volvía a ser la misma casa vieja,

sucia, abandonada, odiosa, con olor a viejo y a humedad. Entonces la vi: yo no

quería verla, no quería mirar aquella cara pálida, aquel cuerpo esquelético, que

me miraba con dos grandes agujeros negros donde debían estar los ojos, no quería,

pero seguía viéndola en aquella oscuridad, su cuerpo resplandecía con un tono

blanquísimo, se veía transparente y como si no fuera más que un contorno entre

las brumas. Yo cerraba los ojos, pero la veía, siempre la veía, aquel fantasma me

pedía ayuda, retorciéndose en la cama donde ahora estaba, entre sábanas

blancas y pedazos de algodón empapados de sangre, de sangre coagulada, ay,

trozos de vendajes, escupitazos malolientes, y lloraba, gritaba, arrancaba pedazos

de la almohada, del colchón, con las manos y los dientes, y su piel se desprendía a

pedacitos, se le salían los huesos de la cara y caían por toda la cama con la carne

podrida, y me miraba, me pedía que le calmara aquel dolor insoportable, me 

suplicaba que no la dejara morir... Entonces grité. Me desperté de madrugada. No

se oía nada en toda la casa. Sentí un toque en la puerta y me di cuenta de que eso

me había despertado. Un nuevo toque me alzó en peso. ¿Quién podía ser a esa

hora? Miré el despertador y vi que era la una menos cuarto. Dejé la cama sin hacer

ningún ruido y me acerqué a la puerta. Otro toque algo más fuerte me hizo

reaccionar. Abrí sin preguntar quién era. Salí ahora mismo de una reunión y pensé

que aunque es un poco tarde mejor pasaba por aquí. ¿Cómo te sientes? Era

Basilio. Su sonrisa logró calmarme un poco. Pero aún no lo había abrazado cuando

comencé a llorar desesperadamente...

(continuará)

Augusto Lázaro


www.facebook.com/augusto.delatorrecasas

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