sábado, 9 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 51

Cuando la enfermera se alejó de mí, sentí que algo me estaba apretando por

dentro. Mayra continuaba en su poceso y el hombre vendado se había ido y yo no

volvería a verlo, porque lo único que conocía de él era su voz. Me puse nerviosa y

salí del maldito hospital maldiciendo otra vez mi destino. Y no volví más. Pasaron

unas cuantas semanas sin saber de Mayra, no me atrevía a llamar por temor a que

me informaran lo que yo no quería saber. Una noche, en el mismo momento en que

yo abría la puerta para ir a la escuela me topé con Miguelito, que ya alzaba su

mano para tocar. Estaba sofocado y traía cara de malas noticias. Entramos y me

soltó sin preámbulos que Mayra se estaba muriendo, que su enfermedad era algo

misterioso, y que la habían dejado salir del hospital porque ella repetía a gritos que

no la dejaran morir allí y los médicos ya habían perdido la esperanza. Miguelito me

contó que le habían puesto un plan hacía algún tiempo, un plan intensivo quizás

para aliviarle los dolores, y que Mayra debía ir ahora al hospital todos los días pero

que él estaba seguro de que no iba a ir. ¿Y dónde está, Miguelito? Ah, se fue para el

monte, dice que tiene familia por allá por San Luis. ¿Que tiene familia? ¿Y cómo no

vinieron a verla cuando ella estaba ingresada? ¿Y a mí me lo vas a preguntar? Yo y

Miguelito bajamos la avenida Garzón con Mayra en la cabeza, con sus cosas, con

su enfermedad. A mí se me había echado a perder la noche, porque a pesar de

sus locuras yo quería a Mayra, ella fue la única amiga que tuve en los días difíciles,

cuando mis padres se fueron del país y me dejaron sola. Y fue una amiga de verdad

que nunca me falló, aunque yo le había fallado cuando me llevó a Manolito a la

casa. Pero no podía imaginarme que la noche me reservara otra sorpresa, y antes

de separarnos, Miguelito me la dio. ¿Sabes que me llegó el telegrama? Tuve que

llenarme de valor para no echarme a llorar en plena calle, atravesando el parque

de la Plaza Dolores, donde Miguelito me soltó aquella bomba con los ojos mojados.

Dos pájaros de un tiro en la misma noche. Quise sonreírme y me puse a toser, pero

la tos se me quitó enseguida como por arte de magia y pude respirar sin aplicarme

el dichoso aparatico que me había enviado mi mamá del Norte, que se había

convertido ya en mi compañero inseparable. Entramos en La Isabelica y nos

tomamos dos cafés en silencio. Le pregunté cuándo se iba y nada más. Bajamos

hasta el Museo Bacardí y allí nos separamos lloriqueando los dos. Entré en la escuela

con una cara de velorio que no podía disimular. Ni siquiera oí lo que dijeron los

profesores en el aula. Cuando sonó el timbre de las once me quedé en mi pupitre,

abstraída, hasta que el profesor me trajo al mundo real. Tania, ¿qué te pasa? Eh, ¿te

sientes bien? Entonces yo pensé que ya todo se había perdido... Fui a despedir a

Miguelito una tarde que caía un aguacero estrepitoso. Queríamos decirnos tantas

cosas que apenas pronunciamos palabras, tonterías sin ton ni son, tratando de

eludir lo ineludible. Una aeromoza lo llevó hasta el avión con una sombrilla azul,

blanca y roja, los colores de la bandera, que usan los aviones de Cubana. Los

detalles se graban mejor en los peores momentos. Cuando el avión se me perdió

de vista me quedé en la terraza, pensando en Miguelito. Dentro de hora y media

estaría en La Habana y dentro de unos días Dios sabía dónde. Me quedé un rato

más dejando que la lluvia, ahora no tan fuerte, me cayera encima, mirando el cielo

que cada vez se oscurecía más. Pasadas las cinco ya era casi de noche. Caminé

un rato por los alrededores del aeropuerto. Qué sola puede estarse a veces entre

tanta gente. Yo miraba las caras que corrían a los taxis, a los pocos ómnibus que

llegaban a esa hora, a los autos de amigos o de familiares que venían a recoger,

a esperar o a despedir. Qué sería de mí si algún día yo me perdiera de vista en el

aire sin ningún par de ojos que me buscaran en las nubes. Y al llegar a algún

lugar extraño quizás no tuviera a mi mamá esperándome porque... y me horroricé

imaginándome que mi mamá pudiera haberse muerto y entonces qué me haría

yo en aquel país extraño sin ninguna mano amiga y protectora. Por primera vez

imaginé la muerte de mi mamá y se me erizaron los pelos en todo el cuerpo. Seguí

dando tumbos, caminando sin parar sin saber a dónde ir, dejando que la lluvia me

empapara. Regresé a la ciudad. Así como estaba me metí en un cine para ver si

lograba distraerme y olvidar, en lugar de encerrarme en mi casa a atormentarme

más. Dentro del cine seguía tiritando. Las imágenes de la pantalla pasaban por mis

ojos sin entrar en mi cerebro. Así estuve un buen rato, hasta que salí, y caminé por

el centro hasta cansarme. Por fin regresé a mi casa aguantando los deseos de

llorar, pero tan pronto cerré la puerta me tiré en la cama y me puse a llorar con un

desespero incontenible. Una vez más me convencí de lo frágil que seguía siendo.

Pensé otra vez en Mayra. No tenía noticias suyas y Miguelito era el único que podía

decirme más o menos cómo localizarla. Al día siguiente no fui a trabajar. Llamé a

Charito por teléfono a ver si sabía algo, pero en la casa de Marina estaban en las

mismas, y con esa incertidumbre se me fueron los días, las semanas, quizás los

meses, porque no me atreví a volver al hospital a ver si allí sabían algo, ni siquiera a

llamar. Y en esas me encontraba cuando oí comentar en la oficina que dentro de

apenas unos días comenzarían los carnavales de Santiago...

(continuará)

Augusto Lázaro


www.facebook.com/augusto.delatorrecasas

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