sábado, 10 de enero de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 1

Los caminos que duermen en los ojos de un niño

corren más a la espuma de la rosa que el sueño.

Un niño ríe y canta

en la rama del hombre verdadero.

En esa rama todo lo que canta

es el niño que en ella está durmiendo.



Manuel Navarro Luna



Pero es imposible andar por la vida sin confianza: es decir, estar preso en el peor de

los calabozos: en uno mismo.



Graham Greene



Sé que en el mundo hay dolor

Pero no es dolor el mundo



Pedro Luis Ferrer



No me acuerdo de nada que valga la pena recordar. Desde que tengo memoria,

siempre estuve encerrada entre cuatro paredes, en una casa donde nunca se oía

música, donde la puerta y las ventanas de la sala siempre estaban cerradas, donde

las cortinas se desgarraban de viejas y de polvo. Mis hermanos sólo se acordaban

de mí para esconderme los juguetes y los libros de cuentos, para tirarme migajas de

pan, para apagarme la luz cuando yo estaba en mi cuarto por las noches. Mi mamá

no les decía nada, porque siempre estaba encerrada en su cuarto, rezando, o

conversando con algunas amigas que la visitaban, cuchicheando para que nadie

las oyera. Y de mi papá no quisiera acordarme. Siempre en la calle, a veces se iba

con mis hermanos cuando ellos iban a la escuela. No recuerdo que mis hermanos

me hayan dado un beso nunca. Salieron a mi papá, que tampoco era muy amigo

de besarme. Yo, mientras no iba a la escuela, me pasaba todo el día en mi cuarto,

como mi mamá, con mis juguetes y mis libros, y cuando aprendí a leer me pasaba

las horas leyendo los mismos cuentos que me hacía mi mamá, que ya no sólo tenían

figuritas en colores, sino letras, muchas letras. Mis mejores momentos eran antes de

dormir, cuando venía mi mamá, y se sentaba en el borde de mi cama a hacerme

cuentos y a acariciarme y a hablarme de cosas buenas y bonitas que ella decía

que pronto nosotros veríamos y tendríamos. Siempre me contaba cosas de un lugar

que yo no conocía, de una gente que yo no sabía quiénes eran, de una casa muy

grande y muy blanca, con un jardín al frente, con muchas puertas y con muchas

ventanas, con cortinas de colores brillantes y flores en todos los cuartos. Una casa

que nunca estaría cerrada, que estaría limpia y ordenada, alegre. Me decía que en

esa casa nosotros viviríamos felices y yo tendría una habitación pintada de rosado,

con adornos muy finos, con muchas muñecas y muchos juguetes bonitos y muchos

libros de cuentos, y que esa casa estaría en un país lejano donde nadie nos iba a

molestar y donde tendríamos muchas amistades, y que allí podríamos hacer fiestas

y todas esas cosas. Pero yo no la entendía muy bien. Oyéndola hablar tanto me

quedaba dormida. Y volvía a soñar con la nieve...



En la escuela yo me entretenía mucho, oyendo a la seño y jugando en el aula, pues

en las aulas de primaria había muchos juguetes, y yo jugaba con las niñas que había

conocido en la escuela. Hice muchas amiguitas y algunos amiguitos, pero con los

varones yo tenía mucho cuidado, porque mi mamá siempre me estaba advirtiendo:

mira, mi amorcito, tú ten mucho cuidado con los varones, no les des confianza, que

todos son unos malandrines, y si les das confianza y les enseñas los dientes después

se van a propasar, te van a hacer maldades, te van a esconder tus cosas y hasta a

robártelas si te descuidas. A mí me gustaba la escuela, me gustaba mucho, porque

así salía de la encerradera de mi casa, aprendía muchas cosas, podía jugar con mis

amiguitas, corría, hacía bulla, y hasta cantaba. Una seño nos enseñaba canto. Ah,

también podía ver otras calles, otros edificios, parte de la ciudad donde vivía que

apenas había visto. Así pasé los primeros años. Mi mamá me llevaba a la escuela y

me iba a recoger a la hora de salida. Un día le dije: mami, estas dos amiguitas mías

van a ir a la casa a jugar conmigo un rato. Mi mamá se puso muy nerviosa, se me

quedó mirando, me llevó hasta la reja de la escuela, lejos de ellas, y me dijo: mira,

mi amorcito, a la casa tú no puedes llevar a ninguna de tus amiguitas, porque papá

no quiere que nadie vaya a la casa, a no ser alguna de nuestras viejas amistades

que ya tú has visto allí, dile a esas niñas que hoy no pueden ir, que quizás otro día, y

no te pongas triste, que ya pronto podrás tener en tu casa a todas las amiguitas que

quieras... Pero yo me puse triste, me puse muy triste, y fui a despedirme de las niñas

sin saber qué decirles, porque mi mamá tampoco me dejó que yo fuera a sus casas.

Ese día lloré mucho, pero no delante de mi mamá. Me metí en mi cuarto y allí me

desahogué. Me preguntaba por qué yo no podía llevar a mi casa a mis amiguitas

de la escuela y por qué yo no podía jugar y divertirme con otros niños de la escuela

y de la cuadra, porque no entendía nada. Y así pasé toda la escuela hasta que

llegué al sexto grado. En las vacaciones fuimos a la finca de una parienta de mi

papá que vivía con el esposo allí. Sus hijos y sus nueras se habían ido a otro país. Le

pregunté a mi mamá si ese era el país a donde nosotros iríamos a vivir y me dijo que

sí, que ya pronto nos tocaría a nosotros. A los pocos días regresamos y mi vida

continuó sin variación, en mi cuarto, con mis juguetes y mis libros. Ya los juguetes no

me gustaban mucho, porque eran para niños más pequeños, pero no me

compraban otros nuevos. Mi papá decía que no había para niños de mi edad, que

yo estaba en una edad difícil, y muchas cosas más. Y le decía a mi mamá que no

podíamos gastar en esas tiendas que había para gente que podía comprar en ellas,

y yo sin entender nada de eso que hablaban. Todo está muy caro, y pagar con fulas

es peligroso, mujer, te lo he dicho mil veces, le decía mi papá a mi mamá... Ese día

busqué por primera vez una palabra en el diccionario que tenía mi papá en una

vitrina vieja, pero no encontré la palabra. Yo sabía cómo se buscaba porque en la

primaria nos habían enseñado a buscar palabras en el diccionario, pero no

encontré esa palabra tan rara que yo nunca había oído, fula. Y no me atreví a

preguntarle a mis padres, porque en esos días ellos peleaban mucho y mi mamá

siempre estaba en su cuarto llorando y quejándose de unos dolores que le daban. Y

así llegó el primer día de clases en la secundaria...



En la secundaria mi vida cambió. Iba y venía sola, con cierta libertad. Me levantaba

muy temprano, porque las clases comenzaban a las 7.30. Me aseaba, yo misma me

preparaba el desayuno, me ponía el uniforme, y salía a la calle contenta. Me gustaba

caminar, ver la gente, conocer la ciudad, oír el ruido de los vehículos, todo eso. Me

gustaba todo eso. Y tenía la libertad que en la escuela primaria no pude tener. ¡Ah!

Enseguida hice nuevas amistades. El primer día no hubo clases, pase de lista, la

presentación de los profesores, que ahora no eran sólo mujeres, lectura de horarios y

planes de estudios, y todo un berenjenal que nadie entendía. Pero a partir del día

siguiente lo que nos cayó no fue de amigo: había asignaturas para hacer dulce,

algunas que yo ni me imaginaba que existieran, preguntas en las clases, trabajos

para la casa, exámenes fuertes que ya anunciaron ese mismo día, y muchas cosas

más. Ahí yo comencé a familiarizarme con el mundo exterior que en mi casa yo

no conocía. Y sobre todo con la gente. Cuando faltaba algún profesor me iba a

caminar por los alrededores de la escuela o a tomar helados con el dinero que

todas las mañanas al salir me daba mi mamá para la merienda, o a ver las tiendas.

Las tiendas no tenían casi nada en las vidrieras, a no ser las tiendas especiales que

decían, donde no nos dejaban entrar. Al principio daba vueltas yo sola, pero a las

pocas semanas comencé a salir con dos compañeras del aula que se hicieron muy

amigas mías, y cuando faltaban dos profesores de clases seguidas, que teníamos un

par de horas libres, nos metíamos en el cine Abdala y allí nos quedábamos un rato.

Eso cuando nos dejaban entrar porque la película no era prohibida. A veces no nos

daba tiempo de ver la película completa, pero nos divertíamos en la oscuridad, con

miedo de que alguien se metiera con nosotras, pero a esa hora había muy poca

gente. Al cine no podíamos entrar con uniforme, pero nosotras sonsacábamos a un

portero algo viejo y un poco resbaloso que le gustaba tocarnos la cabeza y los

hombros, pero nosotras no dejábamos que pasara de ahí. Por eso nos dejaba pasar,

asustado y mirando a todas partes, y diciéndonos que si lo cogían en eso lo ponían

de patitas en la calle. Yo no podía aparecerme en mi casa ni un minuto más tarde

de la hora que mi papá calculaba, así que cuando faltaban varios profesores no sé

por qué motivo aprovechábamos caminando y observándolo todo. Yo, que de niña

nunca tuve ropa escogida por mí, me quedaba embelesada mirando los vestidos

y las telas que vendían y que nunca podría comprar, pues las daban con una libreta

que tenía todo el mundo, y que la de nosotros mi mamá nunca me dio para que yo

comprara algo. Me decía que cuando yo trabajara y ganara dinero allá donde

iríamos a vivir podría comprarme todo lo que quisiera, y yo seguía en las nubes. Pero

mi papá me decía que una niña no tiene que estar pensando en tiendas ni en ropas

ni en cines ni en la calle ni en nada que se le pareciera. Mi mamá me compraba la

ropa, pero nunca me llevaba con ella a las tiendas para que yo la escogiera. Y así

fui estudiando, pasando las pruebas, los exámenes, y pasando la secundaria, y poco

a poco fui conociendo que fuera de mi casa existía otro mundo y otra vida y otra

gente distinta a mis padres y a la poca gente que visitaba mi casa. Con las niñas de

la escuela me relacioné muchísimo. Ahora ya no eran niñas, sino muchachitas, o

muchachas, aunque los profesores les decían alumnas. Yo me hice de dos o tres

buenas amigas con las que solía pasear, o tomar helados, o ir a ver las tiendas y a

veces al cine. Con los varones tuve mucho cuidado, mi mamá no se cansaba de

darme la cháchara, mira, mi amorcito, no es una exageración de mi parte, tienes

que cuidarte de los muchachos esos y no darle mucha confianza a ninguno, evita

problemas y hazme caso, que yo sé lo que te digo. Pero yo no los veía tan peligrosos

como me decía mi mamá... Y así terminé mis estudios en la dichosa secundaria.

Nuevas vacaciones, nuevas visitas al campo, pero mi vida no cambiaba mucho.

Hasta que comencé los estudios en el Pre...



El Pre fue mi gran descubrimiento. Ya de la primaria no me quedaba ninguna amiga,

y de la secundaria sólo quedaban algunas, repartidas en distintas aulas. Por eso hice

nuevas amistades otra vez. Y con ellas a descubrir la verdad de la calle. Y de la

situación, como decía mi papá cuando hablaba con sus amigotes. Nada, que la

situación está de pinga, decía, porque las palabrotas le salían de la boca como la

saliva. Todavía en la secundaria yo no me atrevía a decir malas palabras, a pesar

de oírselas a mi papá todos los días, pero en el Pre tuve que acostumbrarme,

porque allí todo el mundo las decía. Una de las muchachitas del Pre que se hizo mi

mejor amiga me decía: mira, socia, no se puede vivir comiendo mierda, así que

espabílate, porque te quedas fuera del potaje... Qué tipa. Pero me llevaba bien con

ella y no le hacía mucho caso. Los estudios, durísimos, tenía que estudiar por las

noches hasta tarde, a veces iba alguna compañera del aula que ya mi mamá me

dejaba llevar, otras era yo quien acudía a la casa de alguna a estudiar juntas, con

el sermón de mi papá sobre la hora de regresar y todas esas cosas. Yo tenía algo

más de libertad para moverme, iba sola algunas veces, además de al Pre, a hacer

alguna compra, salíamos del Pre a callejear un poco y nos juntábamos con algunos

varones para ir a tomar helados y a ver las tiendas y a veces nos llegábamos hasta

el zoológico, que estaba cerca. Yo era la más atrasada del grupo en cuestiones

callejeras, eso era acuerdo unánime. Niña, estás en babia, me decía mi amiga cada

vez que se hablaba de algo que yo no cogía. Tremenda rabia que me daba. La

monguita del grupo. Pero se acostumbraron a mí y me abrieron los ojos. Y así seguí

en el Pre con las clases, las tareas, las libretas, los libros, las horas libres por ausencia

de profesores, las escapadillas, los ejercicios en la educación física, los juegos de

salón, las muchas proyecciones con medios audiovisuales, las maldades que

hacíamos escribiendo en la pizarra chistes verdes y groserías contra algún profe o

alguna seño que nos caía mal, tirándole tizas a los bedeles viejos, leyendo novelitas

románticas durante las clases, en fin, todo un mundo para mí fantástico que

descubría mucho después que casi todos mis nuevos compañeros de estudios que

ya conocían el paño. Claro que también estudiábamos mucho, a veces hasta la

madrugada, cuando teníamos pruebas o exámenes, porque no podíamos repetir el

año bajo ningún concepto. Esa era la consigna: la promoción hay que cumplirla,

alumnos, por encima de todo lo demás, así que pónganse a estudiar duro, que el

examen se acerca, decían los profes. Jamás voy a olvidarme de ese tiempo que

tanto me marcó. Sobre todo porque en esos años en la secundaria y en el Pre

descubrí todo lo que no había descubierto metida entre las cuatro paredes de mi

casa como una monja de clausura. Eso, hasta que conocí a Tony...

(continuará)

Augusto Lázaro


@augustodelatorr

http://laenvolvencia.blogspot.com



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