sábado, 30 de agosto de 2014

EL AULA SUCIA 38

La clase abierta era una prueba de fuego para cualquier porfesor en la Universidad:

a ella podían asistir alumnos, profesores, empleados, y cualquier persona ajena al

plantel que lo deseara. Siempre que a alguien le anunciaban que tenía que pasar

por esa prueba, las pastillas para los nervios aparecían en su portafolios. Era algo

que sólo le ocurría a un profesor una vez cada cuatro años, quizás cada más tiempo,

y ahora esa clase le tocaba a Marnia. Ella estaba nerviosa: se le caían los utensilios

de cocina de las manos, se mordía las uñas, regañaba demasiado a Aimée, discutía

con Mario por cualquier tontería.

--¿Y sobre qué vas a dar esa clase?

--Sobre La divina comedia.

Marnia se preparó muy bien, pero no obstante la seguridad que había adquirido, las

dos o tres semanas anteriores a dicha clase fueron una tortura. Deseaba que llegara

ese día, salir de eso cuanto antes y volver a su vida normal, y en su casa el tema de

conversación casi obligado era ese.

--Bueno, esta vez te prometo que voy a asistir y que después del mal rato te señalaré

uno por uno los fallos cometidos, aunque creo que voy a tener pocos que señalarte.

Muy pocos. Puedes creerme.

No sólo Mario le daba ánimos: Ernesto le insistía constantemente en que él estaba

seguro de que ella saldría airosa, Liliana aparentaba no darle importancia, con el fin

de quitarle la preocupación, y algunos de sus compañeros del Departamento le

ponían las manos en los hombros y le decían algo así como no te preocupes, que

eso no es nada del otro mundo, ya todos hemos pasado por eso, etc. Y aunque esas

expresiones de confianza y solidaridad le agradaban, no podía del todo sustraerse a

lo que esa experiencia significaría para su futuro en la Universidad.

--Me acuerdo de cuando yo tuve que dar mi última clase abierta -le dijo el doctor

Oropesa en un aparte junto al estanquillo de periódicos-, figúrate, que fue sobre el

desarrollo de la ensayística cubana en las cinco primeras décadas de este siglo...

Marnia caminó junto a Oropesa hasta llegar al local de Literatura, ampliado y

compartido desde la nueva estructura de la Facultad. Se detuvieron junto a la

escalera.

--Cuénteme algo, doctor, que todo el mundo me da ánimos, pero en realidad nadie

me habla del desarrollo de esa dichosa clase.

--¡Ah! -Oropesa hizo un gesto con los brazos y los hombros-. Pues nada, llegas allí y te

imaginas que estás dando una clase normal, miras el aula y sólo ves a tus alumnos

de costumbre, y te olvidas del resto de las caras que van a estar allí mirándote, y al

final, casi sin darte cuenta, se te acaba el tiempo y ya. Y nada más.

Oropesa sonrió, movió la cabeza, y también le puso una mano en el hombro,

aunque la dejó descansar unos segundos más que otros profesores junto al cuello de

Marnia.

--De todos modos -agregó, sin dejar de sonreír-, eso para ti, yo estoy seguro, no será

nada difícil. Créeme... Aquí hay algunos que han pasado un buen sofocón con esa

clase abierta, pero tú no eres de ésos. Tú... -y la miró con cierta admiración- tú darás

una clase abierta que se va a estar comentando mucho tiempo... y comentando

con elogios. Apúntalo, que te lo dije hoy, ahora, aquí, para que te acuerdes que yo

te lo vaticiné...

Cuando Marnia consideró que había terminado los apuntes para su clase abierta, le

sugirió a Mario que el fin de semana anterior se fueran a algún centro turístico, lejos

de Santiago, dejando a Aimée con los abuelos. Los centros turísticos a los que tenían

acceso los cubanos no eran muchos ni muy fáciles de alcanzar, pero Mario se las

ingenió para resolver una cabaña por una sola noche en el motel Los Mamoncillos,

dentro de la playa de Verracos, en el complejo turístico de Baconao. El sábado,

después del almuerzo, ambos emprendieron el camino tortuoso de quienes no

disponían de transporte propio, o sea, la inmensa mayoría de la población,

dedicándose al auto-stop, hacia lo que los dos pensaban que sería un bálsamo

contra la tensión preparatoria de la clase abierta, que estaba señalada para el

miércoles de la semana entrante.

--Quiero despejarme bien, no pensar en nada, en absolutamente nada que se

parezca a la Universidad ni a las cosas de la Universidad.

--Pues allí no vas a tener tiempo de pensar en nada de eso, porque nos vamos a

pasar todo el día en la playa, o metidos en el agua, o... mirando -Mario le hizo un

guiño-... sí, mirando todo lo que pueda mirarse.

--Yo también voy a mirar, cariño, así que no te entusiasmes demasiado ni te creas que tú

tienes el monopolio del disfrute visual.

--Tú siempre has mirado, sólo que yo te llevo una ventaja: una mujer tiene muchos

puntos donde clavar la vista. Muchos puntos. Pero un hombre, si le tapas la cara y la

cabeza, ya nada más te queda una camisa y unos pantalones, o si acaso un short -y

lanzó una carcajada haciéndole muecas a su mujer.

Cuando llegaron a Los Mamoncillos tuvieron que esperar un buen rato, pues a pesar de

que en la propia carpeta del motel había un letrero informando que la hora de entrada

era a las cuatro, les entregaron la cabaña cerca de las cinco. La salida, les dijeron,

aunque también estaba escrita en el mural, sería al día siguiente a las dos de la tarde.

Mario compró una revista vieja y Marnia se asomó a contemplar el paisaje que podía

verse desde una ventana de la cabañita: muchos árboles, poca gente, cielo nublado,

y oyó una música que llegaba no sabía de dónde, pero sobre todo arena, arena,

arena. Y más allá de la arena pudo ver el mar que se extendía hasta los límites de su

mirada. Poca gente, lo había notado desde que llegaron. Y muy pocos vehículos, entre

ellos un ómnibus de turismo nacional y alguna excursión de centros de trabajo. La

cabaña estaba en buenas condiciones: una instalación de tercera categoría, en un

plan creado hacía sólo tres o cuatro años, pero se mantenía limpia, ordenada, y estaba

pintada de colores claros. Además, ya los cubanos no eran tan exigentes para sus

comodidades: les bastaba con poco. Todo el mundo se había acostumbrado a que lo

mejor del país sería disfrutado por los extranjeros que traían dólares, y ya casi nadie se

sentía molesto. En eso pensaba Marnia asomada a la ventana, aunque se sentía bien y

le gustaba aquel lugar encantado, aquella cabañita acogedora e íntima, y le gustaba

estar allí con Mario, lejos de la rutina diaria abolidora de cualquier temperamento

creador, en la ciudad. Había un ventilador de techo giratorio, otro sobre la cómoda,

más pequeño, un radio VEF 206 sobre una mesita de noche, una cama amplia con

colchón de muelles, un cuarto de baño con ducha y lavabo, en fin, un lugar donde

podría pasarse muy bien un pedazo de tiempo acompañada de alguien agradable.

Marnia meditó sobre su situación, obsevando lo cerca que estaba de la playa. Se

volvió, y enseguida comenzó a probarlo todo: abrió las llaves del agua y se asombró de

que brotara a chorros.

--Querido, por lo menos tenemos agua en abundancia. Conecta los equipos a ver si

todos funcionan.

Mario enchufó el radio y los ventiladores y encendió las luces: oh, maravilla, todo

estaba ok. La miró como diciéndole hoy es nuestro día de suerte, y se recostó en la

cama para probarla. Ella se le acercó y se le echó encima, regándole el pelo, pero él

le señaló la puerta y le dijo anda, ciérrala, cosa que ella se apresuró en hacer, pero

cuando estaba a punto de cerrarla se encontró con una cara de mujer joven

uniformada que le sonreía y le decía con amabilidad:

--Compañera, si desean algo, o si hay algo que no marche bien, deben decírmelo para

ver cómo lo resolvemos enseguida.

Después, la muchacha miró a Mario a discreción y agregó: "veo que ya se han

instalado, mire, aquí tiene las toallas y el jabón, la comida empieza a las seis, hasta las

diez de la noche, después sigue abierto el bar hasta las dos, si desean algo más...", pero

Marnia cogió las toallas y el jabón y despidió a la joven en la puerta, asegurándole que

todo estaba bien, que no se preocupara, y muchas gracias, y al llegar junto a Mario

éste le preguntó si le había dado propina.

--¿Propina? Ay, Mario, eso es cosa del hombre, luego tú se la das.

--¿Luego? ¿Y ahora? -la tomó por un brazo y la atrajo hacia sí.

--¿Ahora? -Marnia miró a todas partes, como si se hallara en un lugar al aire libre-.

Oyeme, todavía no hemos llegado y ya tú estás pensando en eso.

--¿Y tú no?

Ella no respondió y se limitó a pegar su cara a la de su marido, y a quedarse un

momento pensando, abstrayéndose, hasta que sintió debajo de su blusa la mano de

Mario que seguía en dirección a uno de sus pezones y comenzaba a juguetear con él...

(continuará)



Augusto Lázaro


@augustodelatorr

http://laenvolvencia.blogspot.com


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