domingo, 29 de diciembre de 2013

EL AULA SUCIA 3

--Y tú, ¿piensas quedarte ahí sentado todo el día?

Mario la miró. No, no pensaba quedarse ahí sentado todo el día, aunque no sentía

deseos de hacer otra cosa que seguir pensando. Era un atolladero:  su mujer

despedida de la Universidad, casi nada.  ¿Qué significaba para ellos, para él, esa

despedida? Se levantó, se acercó a ella y le pasó las manos por el pelo, "no te

preocupes, esto también lo resolveremos". Mientras esperaban el almuerzo y la

llegada de Aimée, Mario salió al balcón y miró lo que veía diariamente, que ahora le

parecía extraño, lejano, ajeno, como si no formara parte de su entorno. Levantó la

vista y miró más allá, hacia el norte de la ciudad, donde estaban enclavados los

edificios de la Universidad. Encendió un cigarro y recordó los días en que ella había

estado ingresada y él y Mercy hacían jornadas de sol y calor, caminando en plena

carretera, luchando por llegar hasta aquel hospital de cualquier manera, antes de la

hora de visita... amanece: abres los ojos y comienzas a desperezarte, miras el techo

de mampostería blanca, las paredes algo descascaradas, el pasillo por donde ya

circulan los empleados de limpieza y algunas enfermeras de turno, a tu lado una

cama vacía (ayer se marchó tu compañera de cubículo y piensas que si ella pudo

salir de aquí recuperada tú también podrás hacerlo, porque en definitivas lo tuyo no

es tan grave, no puede ser tan grave), y te asombras de sentirte optimista después

de tantos días de crisis, lamentos y llantos... ahora estás sola, tendrás que visitar

otros cubículos buscando compañía (no se puede resistir la soledad de un hospital

sin tener con quien compartir la desgracia), más de una semana sometida a la

tortura del tiempo y del intenso tratamiento con  pastillas, inyecciones, análisis,

pruebas, la introducción de todo tipo de tubitos y gomitas por todos los orificios

de tu cuerpo que te han empujado a regodearte en tu tragedia como aquellos

dramaturgos griegos de la antigüedad que tanto has estudiado... piensas que

Mario o Mercy, alguno de ellos, vendrá a visitarte por la tarde, y el milagro de esos

seres tan queridos logra sacarte una sonrisa, y piensas en tu hija, en tus padres, en

tus amigos, en tus compañeros de trabajo que no saben nada, o si lo saben no han

querido o no han podido venir a visitarte a este lugar de todos los demonios a

donde tan difícil es llegar, pues apenas hay algún transporte público de vez en

cuando y hay que hacer autostop, mientras que la mortandad de la tarde de este

centro te aturde, y si falta el fluido eléctrico sólo queda la cháchara con alguna

paciente. Otro día aquí como todos los demás: aseo personal, pase de lista de visita,

comprobaciones de las hojas clínicas, las mismas preguntas, el mismo trato

impersonal, las enfermeras con sus algodones, sus mercuros, sus pastillas, sus

inyecciones, sus pomadas, sus jarabes, sus sonrisas registradas que a veces logran

aliviar la tensión, hasta la hora de visita... después la tarde languidece y a esperar

durante otra larga noche silenciosa después de las diez, hasta mañana que será

otro día igual hasta la hora de visita en que vendrá Mario o quizás Mercy, y te

preguntas hasta cuándo pensando que ya les has causado demasiados problemas

a tu esposo y a tu hermana y otra vez las lágrimas, aunque Mario te minimice sus

esfuerzos y sus caminatas para llegar a estar contigo una hora tras perder más de

cuatro en el intento... y estás sola entre tanta gente, la peor soledad, en la hora más

pesada del día que no te aligeran el baño, la comida, la televisión en el salón de

reuniones, nada... Mario encendió otro cigarro, fuera de su costumbre, y descubrió

la figura de Aimée que venía como siempre corriendo, porque ya pasaba la hora,

y lo saludó desde abajo, ajena a la nueva situación de su casa, absorbida

totalmente por los trajines de la escuela y de sus amiguitos que jugaban y

alborotaban sin descubrir el llanto, el dolor. el sufrimiento. Mario entró. La mesa ya

estaba servida. Sentía apetito y se recriminó por ello, pero era inútil dejar de

alimentarse, como tampoco podía hacerlo Marnia, si quería de verdad enfrentarse

a lo que le esperaba a partir de ese momento. Porque Mario ya había decidido que

tamaña injusticia no podía quedarse en ese punto de aceptación sin lucha. Y así

se lo hizo saber a su esposa enseguida. 

Augusto Lázaro


@augustodelatorr


(continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario