domingo, 19 de mayo de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 18


He tenido un sueño refrescante y a la vez melancólico. Mis sueños siempre son así:

me refrescan porque me trasladan a mi tiempo trascendente, cuando yo era feliz en

mi tierra, pero me ponen melancólico porque todo aquello que viví de joven, todo

aquel pasado que ojalá fuera presente, aquel dulce vivir sin más preocupaciones

que el estudio, el hogar, la familia, los amigos, los amores... todo lo he perdido, y

todo aquello es, ¡ay de mí!, del todo irrecuperable. Pero hoy me he despertado

atolondradamente. Me han despertado mis queridos coinquilinos vociferando en

su eterna candanga: sale el albañil al amanecer, como de costumbre, y lo que ve

no puede creer que lo esté viendo, aunque debería estar acostumbrado por la

reiteración del espectáculo: un abrigo viejo encima de una butaca, un jersey que

en un tiempo fue rosado y ahora es casi blanco con varios periódicos y algunas

revistas encima del sofá, papeles estrujados diseminados por el suelo del salón,

uno de sus cactos de la ventana callejera hecho pedazos, la toalla sucia colgada

de la cortina del baño, la cocina empapada de grasa, el frigorífico con la puerta

superior abierta, la tendedera del patio ocupada totalmente por trapos viejos y

mojados del otro, y... como era de esperar, se ensoberbece, grita, patalea, y aquí

guerra y en el cielo nubes que presagian tormenta, arriba y abajo. El vigilante debe

estar encerrado en su habitación, durmiendo, porque no oye, o eso parece, los

gritos y los insultos que estremecen la estructura del edificio. Y el resto es harina del

mismo talego... hasta que el albañil se da cuenta de que se le hace tarde para su

trabajo y grita bien alto que luego, cuando regrese, arreglará las cuentas con el

tipejo asqueroso, así califica al que ha convertido el piso en una cochinera, y se

larga dando un portazo tan fuerte que un tornillo cae el suelo. Todo eso no lo vi

directamente, pero por los gritos y los sonidos me imagino que así sucedió. Después

la calma volvió y yo me dediqué a mis asuntos, sin interrupción, porque el vigilante

continuó en su cuarto, echado como un pato uyuyo, sin apenas chistar. ¿Por qué no

me largo de ese paraíso encontrado? Pues muy fácil de responderme a mí mismo la

pregunta que varias veces me he formulado: 1) porque mis coinquilinos me respetan

y conmigo no se meten, al menos directamente, 2) porque estoy harto ya de las

mudanzas y de las pérdidas y roturas en artículos y equipos que ellas han originado,

y 3) porque me gusta el barrio: es tranquilo, silencioso, decente en lo que cabe, con

una línea de Metro al doblar y 4 líneas de autobuses en la esquina... por lo tanto, he

de sobrellevar esta cadena de tánganas, gritos, amenazas que nunca se cumplen,

y demás añadidos que pueden esperarse de la vida compartida que no es nada fácil.

Selene se encarga de ponerle la tapa al pomo de la duda en cuanto a si me voy o me

quedo:

--Más vale malo conocido que bueno por conocer.

Y esa es la cosa.

--Pero así y todo yo no podría soportar tantas peleas, de verdad. Aquí, por suerte, la

única que grita es Isolina, pero para pedirme cosas, favores y servicios.

--Pues a mí plin. Yo metido en mi guarida y allá ellos, y como sólo se enfrentan una

vez al día, cuando coinciden los dos en el piso, pues a volar, palomas.

--Ya te lo he dicho: en este país la cultura no está muy abundante. La ignorancia, la

superstición, hacen estragos. ¿No has visto a esos adivinos y cartománticos o a los

futurólogos que predicen el fin del mundo? Hacen su agosto a costa de los tontos.

Bueno, ya hemos hablado de eso.

--Sí, ya hemos hablado de eso. Y de lo otro. Y la verdad que es inútil. No me explico

cómo en un país tan rico y tan desarrollado existe un porcentaje tan alto de gente

que cree en toda esa bazofia. Hasta en los horóscopos.

--Pues sí señor. ¿Sabes que antes yo también creía en los horóscopos?

--Mentira.

--Verdad. Los leía en las revistas y a veces me tragaba lo que me pronosticaban, que

nunca se ajustaba a la realidad, salvo en cosas generales que le pueden ocurrir a

todo el mundo.

--¿Y cómo dejaste de creer?

--Pues un día un compañero de mi marido, muy despierto él, me dijo que buscara

varias revistas y leyera sus horóscopos, vería que todos decían cosas distintas para los

mismos signos... y se acabó. Me dije a mí misma: pero qué tonta has sido, ¿no te da

vergüenza? Si hasta por poco lloro de la rabia...

--¡Ay, Selene! En fin, que tú también eres un ser humano, pensante y creyente. Pero

eso de los horóscopos... vamos. Una vez un tipo de esos que creen hasta en que los

muertos salen me discutió la veracidad del horóscopo y de los signos zodiacales. Era un

tipo fanático, pero como yo era un adolescente impulsivo, lo puse contra la pared. Le

dije: óyeme, Fulano... no me acuerdo de su nombre... óyeme bien: dime qué semejanza

puedo tener con un mongol que haya nacido el mismo día y a la misma hora que yo,

siendo ambos sagitarios, y sin embargo, entre un español o un italiano, nacidos en

cualquier fecha y hora y yo, casi no existen diferencias. El tipo se quedó más frío que una

merluza empaquetada... ¡Ja! Pero para rematarlo le solté la bomba: ven acá, chico, ¿de

veras tú crees que entre un niño que nazca a las doce menos un minuto de una noche

entre un signo y el siguiente y otro niño que nazca a las doce y un minuto haya tantas

diferencias y características por esos dos minutos de intervalo? ¿Y si los relojes no tenían

buena hora en esos momentos? El tipo se puso más colérico que Aquiles cuando le

comunicaron que Patroclo había sido liquidado por Héctor, y se volvió, dejándome

con las ganas de seguirlo golpeando con la lengua.

--Bonita historia, pero a mí no tienes que convencerme ya de nada de eso. Ni de lo

otro, porque actualmente creo que soy más escéptica que tú...

De pronto, como disparado por un conmutador a distancia, el albañil sale del baño

con la toalla asquerosa en la mano, la lanza por la ventana del salón hacia el jardín

del frente, recoge el cacto y lo lanza también al jardín, de un manotazo tira las ropas de

encima de los muebles al suelo, va hasta la cocina y arremete contra platos y sartén

con restos de comida que el vigilante ha dejado en la mesita, vuelca en el fregadero el

líquido con que el otro friega los utensilios cuando se digna a hacerlo, que no es

diariamente, corta de un tirón la soga donde el hombre tiene colgadas nueve piezas

estrujadas y malolientes, y todo esto gritando, insultando, repitiendo lo mismo de siempre:

“me voy de aquí, ya no aguanto más esta mierda, esto es una cochinera y aquí no hay

quien viva”. Pero el vigilante se enterará de este terremoto cuando regrese de su

compra, pues salió como un cohete para no seguir oyendo... Ambos personajes

vienen repitiendo lo mismo desde que yo me instalé en el piso, y ni el uno se va ni

el otro cambia su comportamiento, por eso yo me mantengo al margen, neutral,

observador, y receptor de quejas, comentarios, injurias, improperios, sobre todo del

albañil al vigilante cuando este último está fuera y el primero no tiene con quién

desahogarse. Dos personajes, sin dudas.

--No es que creer sea malo, no señor, pero aquí mucha gente llega al fanatismo, y no

sólo con los adivinos y el horóscopo, incluso con el fútbol, que mantiene a millones

algo así como idos de la realidad que les rodea y para ellos no hay en la vida ni en el

mundo nada más importante.

--Pues mira, yo tuve un huésped hace tiempo que no sólo veía todos los partidos que

se trasmitían por la tele, sino que al día siguiente compraba todos los periódicos que

traían comentarios, oía en la radio todos los programas que hablaban del fútbol, y veía

en la televisión todo lo referente a ese deporte. Yo creo que de las veinticuatro horas

del día ese hombre dedicaba ocho a dormir y el resto al fútbol, y no dudo de que

mientras dormía soñaba con un gol de su ídolo.

--Bueno, ricura, y hablando en plata: ¿cuándo vas a decidirte?

--¿Decidirme a qué?

--Vamos, que ya sabes a qué tienes que decidirte.

--Conmigo no funciona la indirecta ni la imagen literaria, así que háblame en cristiano

común, corriente y popular.

--Está bien, chica, tú ganas... como siempre... aparentemente.

--¿Aparentemente? Mira, conozco a un señor muy machurro que siempre decía que en

su casa era él quien decía siempre las últimas palabras cuando discutía con su mujer. Y

un día en el bar donde se lo decía a sus amigos, subidito de copas, un amigo le preguntó

cuáles eran esas últimas palabras, a lo que el susodicho respondió: lo que tú digas,

querida.

--El timbre. El dichoso timbre. Debe ser un nuevo huésped. Mejor te dejo libre hasta

mañana.

Augusto Lázaro


http:twitter.com@augustodelatorr

(continuará)

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