domingo, 7 de abril de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 12


--Buenos días, ¿se siente mejor hoy?

--Buenos días. Pues sí, me siento mejor. No puedo estar a todas horas con los nervios

de punta, ¿no?

La Rusa pasaba la balleta. Me pareció que no le gustaba que la viera en esos

menesteres, pero como no quería o no podía colocar a nadie, tenía que morder el

cordobán.

--Me alegro. La vida se nos afea mucho más si tenemos los nervios de punta. ¿Dijo

algo la radio sobre el atentado?

--Lo de siempre. Tantos muertos, tantos heridos, tantas declaraciones de los políticos

diciendo lo mismo cada vez que hay un atentado. Apestan.

La veía cansada. ¿Cuántos años cargaría sobre su esbelta espalda? Mujer

misteriosa, se aislaba de todo metida en su habitación al fondo del hostal.

--Veo que poco a poco usted se está resignando al sobresalto. Mejor así.

--Vamos, no se burle. La resignación es un consuelo de los impotentes, algo que

nadie puede quitarse de encima, porque nadie puede hacer otra cosa.

NI ella ni yo teníamos un ápice de poder para luchar contra la adversidad, por eso

tal vez nos sentíamos tan bien conversando y comentando. Y lamentándonos.

--Bueno, usted y yo no podemos hacer otra cosa, pero debe haber alguien capaz

de quitarnos de encima esta amenaza.

--Mire, mi amigo, aquí todo el mundo está a merced de esta gentuza. todo el

mundo. Los únicos que se salvan de sus atentados son los comunistas.

Se burló, aunque sanamente, de mi desconocimiento total del panorama del país.

Me dijo que a los comunistas los terroristas nunca les hacían el menor daño. No

quiso extenderse.

--Conversando con usted me estoy enterando de cosas que ni siquiera podía

imaginarme.

--Vamos, que yo no soy el archivo nacional.

Era algo mucho mejor que el archivo nacional. Por eso nuestras conversaciones se

hicieron tan imprescindibles en mi estancia en su hostal que a veces otros huéspedes

la llamaban a contar. Ella los atendía con dedicación, pero se los quitaba de

encima con una habilidad que me dejaba boquiabierto. Eso, cuando estaba

conversando conmigo.

--Con estos truenos lo mejor es dedicarse a oír música.

--Pues vaya ahorrando para que se compre una radiocasetera, porque en las

emisoras no va a escaparse de tres cosas: el fútbol, los anuncios y las noticias, y las

noticias casi todas políticas. Las emisoras públicas no pasan anuncios, pero en lo

demás es la misma cosa.

--Y a propósito: ¿no le parece que ya va siendo hora de tutearnos?

--Pues... la verdad, es que siempre trato de usted a mis huéspedes. A todos, ¿

comprende? Es una especie de... de ética comercial.

--No exagere, Selene, que usted tampoco conversa con sus huéspedes como lo

hace conmigo.

--Es cierto, sí. Sí, quizás podríamos tutearnos, ¿por qué no? Ya usted casi está a punto

de convencerme de que hay que cambiar la tradición. Oiga, que usted me está

alterando las costumbres... vaya con el hombre.

--Y vaya con la mujer, diría yo. Porque usted también ha alterado un poco mi

agenda. ¿Ha notado cómo cada día dedico más tiempo a estar aquí, oyéndola y

hablándole? No veo por qué no tutearnos, Selene. Comenzaré a hacerlo yo, por

caballerosidad, y se... y te verás obligada a reciprocarme el tuteo.

--¿Obligada? No me gustan las obligaciones. ¿No cree que es mejor que surjan así

como... digamos, espontáneamente?

--No me lo pongas tan difícil. Si me sigues tratando de usted me veré en la obligación

de retirar el tú y... y óyeme, ¿esto es un juego de palabras o una tontería? Mejor el tú

y ya está.

--Está bien, hombre, está bien. Has ganado. Desde ahora tú eres tú y no usted. No

creo que ese trato cambie nuestra relación, ¿eh?

--Ni nuestra amistad, que continuará como las aventuras televisivas, aunque yo me

haya ido del hostal.

--Y bien, amiguito, ahora que no estás aquí hospedado, cuéntame qué haces

cuando no estás aquí dándome la lata.

--Ah, pues dedicarme a hacer gestiones, a visitar todos los organismos del Estado, a

que me entrevisten, a llenar formularios, a rodar en el Metro y a veces en los

autobuses, y a esperar, querida mía, a esperar que me contesten, que me citen, que

me prometan, que ya me avisarán, etc. ¿Te parece una vida entretenida?

--Hombre, peor están los que no tienen nada que hacer. ¿Por qué no escribes

artículos y cartas y los mandas a los periódicos? Así tu situación se haría pública. Y así

yo podría leerte, porque a pesar de tus promesas nunca me has dado nada tuyo

para que lo lea.

--Ya te lo daré cuando pase mis cosas al limpio, porque como las traje mejor es no

intentar descifrarlas, que no ya leerlas. Y eso de escribir a los periódicos... ja ja ja. Se

ve que tú no estás en el ambiente. Mira, a mí nunca me darían oportunidad de

publicar ni hostias. Los que tienen el poder de aceptar y rechazar colaboraciones

aceptan a quienes tienen un nombre y rechazan a tipos desconocidos como yo. ¿

Te das cuenta? Es inútil. Al principio envié algunas notas, no creas, y no me contestó

ni el Tata Cuñengue. Así que no te desesperes.

--Contigo no, porque contigo la desesperación es totalmente infructuosa. Por cierto,

¿qué hay sobre tu asilo?

--Nada todavía. Sigo en el centro de acogida como sabes, que realmente allí estoy

muy bien porque me lo dan todo sin tener que esforzarme para conseguir nada, y

bueno, como somos seis personas y es un apartamento, al menos me siento casi

como si estuviera en un hogar. Aquí, de no estar tú... no te ofendas, pero esto...

--Lo sé. No me ofendo nunca con la verdad. No creas que a mí me gusta vivir

metida en mi habitación y atendiendo a los huéspedes, lo que pasa es que...

--Lo que pasa es lo que no se traba, querida. La solución está en tus manos. ¿Por qué

eres tan reacia? Ríndete a la evidencia: como dice el lugar común, hemos nacido

el uno para el otro.

Después de pasar los interrogatorios (algo que yo creí eliminado al salir de mi país),

de tomarme fotos, de hacerme análisis, de ir aquí y allá, de recoger la tarjeta

amarilla de admitido a trámite y de algunos papelillos más, me enviaron a un piso en

una ciudad cercana a la capital, donde estuve conviviendo nueve meses con otras

cinco ilusionadas personas que también habían solicitado el asilo. Pero en todo ese

tiempo, hasta que al fin la bella suerte se acordó de tocar en mi puerta, mis visitas al

hostal se hicieron casi diarias. Y cuando no podía ir por alguna razón poderosa o

imprevista, La Rusa, o sea, Selene, según se atrevió a confesarme una mañana en

que me aparecí con una flor solitaria para ella, me echaba de menos. Estaba

preocupado, pensando cómo terminarían las novelas: la que estaba escribiendo y

la que ya empezábamos a protagonizar Selene y yo. Y una tarde en que me invitó a

tomar el té de las cinco, aunque pasaban de las seis, entré en su cuarto y me

quedé pasmado al ver lo ordenadas que tenía todas sus cosas, que no eran

demasiadas. Todavía arrastraba algún lastre: dejó la puerta abierta, por si acaso. ¿

Por si acaso qué? A veces salíamos del hostal y nos íbamos al McDonald de la

esquina a saborear la comida basura, tan rica y tan vilipendiada. Otras nos

metíamos en un cine, cuando ella lograba que una de sus huéspedes favoritas (por

la ayuda que le brindaba sin dejar de pagarle, supongo que menos) se quedara al

tanto. Y así el reloj se encargaba de llamarnos la atención de lo rápido que pasa el

tiempo y de lo viejos que nos estábamos poniendo.

--¿No te parece que nos demoramos demasiado tiempo para tutearnos y para salir

juntos por ahí? Hemos perdido mucho tiempo y me pregunto si será así para todo

entre nosotros.

--Es que dice un refrán que la prisa nunca es elegante.

--Y dice otro que la demora nunca es edificante.

--Déjate de pavadas y no inventes, que tú no pareces un desesperado de ninguna

manera en que se te mire.

--Quizás, pero tú estás mucho más llena de vida.

--¡Ah, sí, claro! Imposible, imprevisible, sorprendente, ya no sé cómo llamarte. Y oye

cómo me llaman... ¡Enseguida voy, don Anselmo! Ultimamente me entretengo

demasiado contigo y desatiendo mis tareas del hostal. Voy a tener que

administrarme mejor.

--Acuérdate: me prometiste que la próxima merienda iría por ti.

--Me acuerdo, pero al paso que vamos terminaremos en una cena por todo lo alto,

¿y quién la pagará?

--Ya veremos. Oye, ¿te estás preocupando por el dinero o son ideas que me hago?

--Es que lo tuyo es contagioso.

--¿Lo mío? Bueno, menos mal. Pensaba que te estabas volviendo... bueno, mejor así,

podemos echarlo a la suerte con una moneda. La cena, digo.

--No soy adicta a los juegos de azar.

--Yo tampoco, pero para que no caiga el gravamen sobre uno de los dos

solamente. En todo caso, ¿por qué no pagamos a la rusa?

--Eso de a la rusa es una expresión que no se ajusta a la realidad, así que olvídalo.

Fama que criamos y sin acostarnos a dormir. Pero hay muchísimos países donde

cada cual paga lo suyo, como Perogrullo.

--Graciosa la niña, caramba. Estás aprendiendo.

--No te pongas... como dicen en tu país: pesado. No te pongas pesado.

--Trataré, porque en mi país es preferible ser maricón a ser pesado.

--¡Qué boca más sucia, Dios mío! Estás peor que la televisión. Pero no voy a

ruborizarme, digas lo que digas.

--No creo que te ruborices por tan poca cosa. Anda, ve a ver qué quiere don

Anselmo antes de que arme un escándalo. Yo creo que está celoso. El pobre. Pero no

tiene chance.

--¡Pero qué engreído eres! Anda ya, hombre... contigo no se puede. Tú... ¡Anda ya!

Augusto Lázaro


(continuará)

@augustodelatorr

No hay comentarios:

Publicar un comentario